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Enamorándome de mi esposa provisoria

Capítulo 4
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Capítulo 4

Samuel asintió.

«Esto es increíble. En serio, ¡qué cruel giro del destino!» Kathleen, que la mayor parte del

tiempo se comportaba como una princesa gentil, maldijo para sus adentros. «¿Me está

jugando Dios una mala pasada?»

—No voy a someterme a la donación —Kathleen se mordió el labio—: Nunca donaré mi

médula a una mujer que destruyó mi familia y me robó a mi marido.

La verdad es que no le importaba tanto. Lo que importaba era que estaba embarazada de

un niño, por lo que no podía donar su médula ósea. Sin embargo, no podía decirle a

Samuel sobre eso. Si se enteraba, la obligaría a deshacerse del bebé.

—Haré todo lo que quieras mientras aceptes ser su donante —ofreció Samuel con

generosidad.

—¿Incluso si eso significa no conseguir el divorcio? —murmuró Kathleen con la cabeza

baja. No quería que él notara la pena en su mirada.

Samuel se quedó callado.

«Parece que no puede dejar ir a Nicolette. Incluso si accede a mi petición, es sólo porque

quiere salvarle la vida. Está dispuesto a sacrificar su matrimonio y su felicidad por ella.

Qué admirable muestra de amor».

—No deberías ser tan codiciosa, Kathleen —dijo Samuel—. Aunque lo hiciera para salvar la

vida de Nicolette, deberías saber que no te amo.

El rostro de Kathleen palideció. Esas palabras fueron como una daga que se clavó en su

corazón. Era como si la sangre fresca se acumulara, y dolía como nunca antes.

—¿Y si insisto en mantener vivo este amor muerto? —Kathleen levantó su mirada y reveló

sus ojos brillantes.

—No conseguirás nada con ello, entonces. Ya no importa.

—Es la primera vez que te encuentro tan desagradable, Samuel —Kathleen dejó la

cuchara en su mano—: Dijiste que soy codiciosa, pero ¿no eres tú igual? Quieres

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divorciarte de mí para poder estar con Nicolette. Bien, estoy de acuerdo con eso. Pero ¿no

crees que estás siendo demasiado brutal al pedirme que salve su vida ahora?

«¿Sabe siquiera lo mucho que le quiero? ¿Cómo puede ser tan cruel para torturarme así?»,

pensó.

—No puedes tener lo mejor de ambos mundos, Samuel. Es como tú y yo.

Le había amado durante diez años, pero ese amor sólo se había convertido en una fuente

de dolor para ella.

—Eres muy avariciosa —declaró Samuel antes de levantarse e irse. Kathleen soltó una

risita de autodesprecio y murmuró para sí misma:

—Así es. Soy avariciosa. Lo quiero todo: te quiero a ti y quiero tu corazón.

Entonces perdió el apetito. No había forma de que pudiera dar otro bocado.

Tras salir del restaurante, se dirigió a la residencia de los Macari.

Diana había sufrido una apoplejía hacía tiempo, y había mejorado en los últimos tiempos.

Cuando Kathleen vio a la amable anciana, no se atrevió a contarle lo del divorcio.

—Abuela —saludó antes de tomar asiento junto a la cama.

—Katie, estás aquí —Diana sonrió al verla.

De todos los miembros de la familia Macari, ella era la que más la quería. No sólo sus

padres habían salvado su vida, sino también la propia Kathleen.

Cuando Diana tuvo un ataque de apoplejía, fue la que mantuvo la calma y la salvó. Incluso

el médico había dicho que si no hubiera actuado, Diana ya estaría muerta.

Sin embargo, sólo Diana, Kathleen y el médico lo sabían. Todos los demás eran ajenos a

esa información.

La anciana le agarró la mano con un suspiro.

—No sabía que fueras tan versada en tantas cosas.

Kathleen se sintió avergonzada:

—En eso está especializada mi familia, abuela. Aunque mis padres practicaban la

medicina moderna, mi abuelo era un practicante de la medicina tradicional. Sólo aprendí

de él algunas cosas básicas. No creía que fueran a tener ninguna utilidad práctica.

—Relájate. No te estoy cuestionando —aseguró Diana. Le dolía el corazón mientras

continuaba—: Sólo siento que tu matrimonio con Samuel te está frenando. Por lo demás,

con tu talento, puedes llegar tan lejos como quieras.

A Kathleen se le humedecieron los ojos. Sabía que Diana era la que más la comprendía en

toda la familia Macari.

—No habrías hecho tantos sacrificios si no fuera porque querías tanto a Samuel —Diana

suspiró—: Es una pena que sea un niño ignorante. No sabe nada.

—No le cuentes nada, abuela. No quiero agobiarle —suplicó Kathleen.

—Está bien, no se lo diré —prometió Diana—. Samuel y tú llevan tres años casados, Katie.

¿Por qué no hay noticias todavía?

Las mejillas de Kathleen se sonrojaron:

—Abuela, yo…

—No le hagas caso. ¿De verdad no vas a tener un hijo sólo porque él lo dice? —la cortó—:

Deberías apresurarte a tener un hijo y atarlo para que, aunque Nicolette vuelva, no sea

rival para ti.

Se quedó boquiabierta. Nicolette ya había vuelto. Y aunque tuvieran un hijo, no sería rival

para ella.

Samuel era mucho más despiadado de lo que pensaban, y carecía por completo de

emociones.

Kathleen tomó el pulso a Diana y le dedicó una sonrisa:

—Has mejorado mucho, abuela.

—Bien. Me gustaría vivir unos años más para poder verte tener un bebé, Katie —Diana

sonrió expectante.

—Por supuesto.

Kathleen charló un rato más con ella y luego se levantó para marcharse.

Justo cuando salió de su habitación, se topó con Wynnie Staines, la madre de Samuel.

—Mamá —saludó con respeto.

Wynnie era diferente a la mayoría de las suegras. No era del tipo exigente, ni tan

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cariñosa. En cambio, se mostró distante y fría.

Aun así, nunca la había insultado de ninguna manera, ni la había menospreciado. Kathleen

pensó que era algo bueno. Por eso la tenía en alta estima.

—Mm —asintió. Wynnie era una mujer sofisticada de unos cuarenta años. Llevaba un traje

profesional con tacones altos y seguía trabajando duro como abogada.

—He venido a ver a la abuela —contó Kathleen. Parecía tan adorable como un conejito.

A Wynnie, de hecho, le caía muy bien. Sólo que no era muy expresiva. Eso era algo que

tenía en común con Samuel. La única diferencia era que a Wynnie le caía bien Kathleen y

se preocupaba mucho por ella. Para ella, era una joven delicada y pura como la nieve.

—He traído algunos cangrejos. Vamos a cenar juntas —ofreció Wynnie.

Uno de sus clientes se los había regalado. Al principio no quería aceptarlos, pero lo había

hecho porque sabía que a Kathleen le gustaban. Incluso había querido llamar a Samuel

para que la llevara a cenar. Pero, para su sorpresa, ya estaba allí.

Era cierto que Kathleen disfrutaba mucho comiendo cangrejos. Antes podía comerse cinco

ella sola.

Además, Samuel la ayudaría con las sobras. Cuando pensó en ello, se dio cuenta de que

habían compartido bastantes momentos íntimos. Solo que él no la amaba.

Aunque le gustaban mucho los cangrejos, sentía un asco absoluto al pensar en su sabor

en ese momento. De inmediato, se dio la vuelta y corrió hacia el baño antes de vomitar en

el lavabo.

Wynnie entró y observó cómo Kathleen se lavaba la boca con un poco de agua desde la

puerta.

Ella se limpió las manos con una toalla y se excusó:

—Mi estómago está un poco inestable estos días, mamá.

Los ojos de Wynnie se oscurecieron.

—¿Fuiste a un chequeo?

—Lo hice. El médico me dijo que descansara más —Kathleen frunció los labios. Wynnie

dudó un momento y preguntó:

—Nicolette ha vuelto. ¿Lo sabes?